En la mitología anglosajona, la banshee es como un espíritu de los bosques que suelta un chillido demencial y desgarrador, para anunciar que tus días están contados. Lo de la californiana Diamanda Galás, cantante de varios orígenes y venenos, rebasó ese propósito desde un comienzo.
La suya era una voz salvaje que brotaba como si nuestro cuerpo fuera la peor prisión, con todas sus ataduras de los sexos, las culturas, las religiones o las nacionalidades. Una voz loca, fuera de su camisa de carne de fuerza, al encuentro de otros encarcelados: unos oyentes que sobre todo debían ser valientes, o estar un punto desesperados, para abrir un túnel dentro de ellos hasta responder con algo, aunque solo fuera la atención debida, a la cantante.
Realmente, los discos de Diamanda Galás no son tanto una llamada fúnebre sino una voz que se te mete en la cabeza, algo insidioso y calamitoso. Hasta que al final sientes que esos sonidos repetidos son los de tus puños contra las puertas del infierno, rogando por favor que te abran paso. Si hablamos de género musical, antes que rock, aunque a Galás se le vincule con la electricidad, habría que decir que lo suyo está más cerca de la glosolalia (con algún fondo industrial). Más que cantar, lo que hace Galás es inventarse un lenguaje, o tirar de lenguas muertas, para estremecernos con las posibilidades de la voz humana. Las pretensiones de Diamanda Galás, aunque feístas e iconoclastas, tienen también su trasfondo humanitario a pesar de todo: su intimidante torre de Babilonia, con la fuerza de sus ejecuciones vocales, no tiene viso alguno de derrumbarse, y esto hace que no se extinga la esperanza de comprender algo cuando escuchamos una música que inspira más miedo que un castigo divino.
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