El 3 de junio de 1989, mientras el mundo contenía la respiración ante los ecos de una Europa en transformación, algo inimaginable sucedía en Moscú: Pink Floyd subía al escenario del Estadio Olimpiysky ante una multitud que quería rock y libertad.
El primer concierto de la banda en la Unión Soviética fue un acontecimiento histórico. En plena era de la perestroika y la glasnost, bajo el liderazgo de Gorbachov, la URSS abría una rendija al Occidente. Y por esa rendija entraron 20 toneladas en un avión y tres británicos con mirada de visionarios.
“Pink Floyd en Moscú fue el momento en que supimos que el Telón de Acero ya no era de hierro, sino de papel. Y que bastaba una nota de guitarra para rasgarlo” Artemy Troitsky
En 1988, durante una visita exploratoria, David Gilmour y su equipo regresaron con más dudas que certezas. “No estábamos seguros de que esto fuera a ocurrir alguna vez”, confesaría Gilmour años después. El rublo no tenía valor en el mercado internacional, lo que significaba que, técnicamente, la banda tocaría casi gratis. Pero algo más fuerte que el dinero los impulsaba: la posibilidad de conectar con una audiencia que había crecido escuchando sus discos en cintas piratas, grabadas de oído desde emisoras extranjeras.
Como señaló la prensa soviética: “Nunca hubiéramos podido invitar a Pink Floyd si no fuera por los cambios democráticos en nuestras vidas. Los Floyd nunca habrían respondido a nuestra invitación —y lo han subrayado en más de una ocasión en entrevistas periodísticas— si no hubiera sido por nuestra perestroika y nuestra glasnost, que provocaron una enorme oleada de simpatía y curiosidad en Occidente, incluida la suya propia. Así que los próximos conciertos de Pink Floyd en Moscú pueden considerarse, con todo derecho, fruto de la perestroika”.
Finalmente, Goskontsert —el monopolio estatal de espectáculos— y la empresa italiana Barrucci Leisure Enterprises lograron lo impensable: organizar seis noches consecutivas (del 3 al 8 de junio) en el Olimpiysky, el coliseo soviético por excelencia. Se rodaron anuncios de radio y televisión —algo inédito para un acto extranjero—, y las entradas se agotaron en horas. No en días. En horas.
El mítico complejo deportivo, construido para los Juegos Olímpicos de Moscú de 1980, fue sometido a una dura prueba: durante una semana, su estructura fue sacudida por el ataque de múltiples vatios que producía el equipo de amplificación de sonido de los recién llegados.
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Pero Pink Floyd no fueron de los primeros. Elton John ofreció ocho conciertos en la Unión Soviética entre el 21 y el 28 de mayo de 1979. Esta gira, que tuvo lugar en dos ciudades, fue un acontecimiento destacado en plena Guerra Fría. Como consecuencia de esta gira, en junio de 1979 las autoridades soviéticas autorizaron a la compañía estatal Melodiya a lanzar el álbum de John de 1978 ‘A Single Man’, convirtiéndose así en el primer disco de pop occidental editado oficialmente en la URSS. La estancia de John en el país fue el tema del documental televisivo “To Russia with Elton”. Además, la retransmisión en directo que realizó BBC Radio 1 del concierto del 28 de mayo, celebrado en el Auditorio Rossiya de Moscú, marcó la primera conexión satelital en estéreo entre la URSS y Occidente.
Volviendo a Pink Floyd. Roger Waters se había ido. Syd Barrett, perdido en su propio cosmos, ya era leyenda. En Moscú solo estaban David Gilmour, Nick Mason y Richard Wright: la columna vertebral melódica de Floyd, reforzada por una banda de apoyo que incluía a músicos como Guy Pratt y Jon Carin. Venían a presentar ‘A Momentary Lapse of Reason’, su primer álbum sin Waters, y a probar que Pink Floyd seguía vivo —más allá de las disputas legales y los fantasmas del pasado. Una historia que protagoniza las páginas del especial monográfico publicado por la revista This Is Rock, a la venta aquí
En la rueda de prensa del 2 de junio, los periodistas soviéticos, acostumbrados a declaraciones ideológicas, se encontraron con una sorpresa: “No estamos aquí por dinero”, dijo Gilmour con calma. “Estamos aquí porque creemos que la música puede trascender fronteras. Queremos compartir lo que hacemos, no venderlo”.
“Ya en la estación de metro empezaban a pedir entradas de sobra. Luego, los ansiosos se paraban frente a la entrada de la escalera mecánica, a la salida a la calle, en el paso subterráneo. Y la amplia plaza cerca del “Olimpílico” estaba repleta de jóvenes que buscaban la oportunidad de entrar al tan deseado concierto. Confieso que lo que vi me entristeció. ¡Dios mío! Cuántos hay aquí tan inteligentes como yo. Los menos decididos compraron entradas a los revendedores por un precio desorbitado, pero la mayoría no tuvo esa oportunidad”, recuerda uno de los que pudo asistir al concierto.
Cuando sonaron los primeros compases de ‘Shine On You Crazy Diamond’, el estadio entero se puso en pie. Pero fue con ‘The Dark Side of the Moon’ cuando ocurrió la magia. Canciones como ‘Time’, ‘Money’ o ‘Us And Them’ —prohibidas o ignoradas por décadas en la URSS— fueron coreadas con una intensidad que, según testigos, “ahogaba los altavoces”. “Era como si hubieran estado esperando toda su vida para cantar esas palabras en voz alta”, recordaría un ingeniero de sonido occidental.
El espectáculo era una revelación técnica: luces láser, pantallas gigantes, el icónico cerdo volador, y un sistema de sonido que los técnicos soviéticos tuvieron que montar desde cero, estudiando manuales occidentales y pidiendo prestados equipos que llegaron en un avión fletado especialmente desde Europa.
Nunca se había visto algo así: gente llorando, gritos de “¡Os hemos esperado toda la vida!”, una cama enorme volando de un extremo al otro de la sala durante la interpretación de una de las canciones del álbum ‘A Momentary Lapse of Reason’, o un cerdo de tamaño increíble flotando bajo el techo, de cuyos ojos salían rayos láser rojos durante la canción del álbum Animals.
La demanda superó cualquier previsión. Los veteranos de la guerra de Afganistán, que tenían derecho a entradas subsidiadas, las revendían al instante por diez veces su valor. Afuera del estadio, miles de personas —muchas llegadas desde Leningrado, Kiev o Tbilisi— acampaban con la esperanza de ver siquiera al autobús de la banda pasar.
Dentro, el control se perdió pronto. Los druzhinniki, la milicia civil soviética, intentaban mantener el orden, pero la marea humana los arrasaba. Las barricadas cedieron. Los asientos delanteros fueron invadidos por fans que saltaban vallas, trepaban barandillas y se abrazaban entre lágrimas. “Nunca habíamos visto nada así”, diría un guardia de seguridad años después. “Era como si la música les hubiera dado permiso para ser libres, aunque fuera por una noche”.
“Los extraterrestres llegaron a Moscú. En una nave espacial llamada Pink Floyd. Todo ese amor adolescente por algo inalcanzable, que no había la más mínima esperanza de sentir en la vida real, de repente cobró forma concreta en forma de cinco conciertos en el Olimpiyskiy. Para mí, una nueva era, una especie de punto de inflexión, comenzó precisamente esa semana. Cuando se apagaron las luces y comenzó a sonar la larguísima y genial obra para guitarra y teclado, se me puso la piel de gallina. Y cuando Gilmour cantó ‘…shine on you crazy diamond’, me eché a llorar. Quizás parezca ridículo, pero fue una auténtica catarsis”, escribe otro testigo de aquellos acontecimientos.
La alta sociedad del partido pensaban que habían venido a un concierto serio, para escuchar en su ghetto VIP las canciones de un grupo que ellos mismos habían prohibido en su día, pero resultó ser una ejecución.
Tras el último concierto, el 8 de junio, la banda no pudo salir del estadio sin ser asediada. Fans rodearon su autobús, golpeando las ventanas, pidiendo autógrafos, fotos, cualquier contacto. Gilmour, exhausto pero conmovido, firmó hasta que se le entumeció la mano.
Pink Floyd no vino a Moscú a hacer turismo. Vinieron a sembrar. Y lo que plantaron floreció rápido: en los meses siguientes, bandas soviéticas como Aquarium, Kino y Zvuki Mu comenzaron a atraer al público formando una nueva ola de rock ruso. Como escribió el crítico musical Artemy Troitsky, figura clave del rock soviético: “Pink Floyd en Moscú fue el momento en que supimos que el Telón de Acero ya no era de hierro, sino de papel. Y que bastaba una nota de guitarra para rasgarlo”.
También el día que un estudiante sin un duro burló la seguridad para ver a la leyenda. Dmitry Brisenko cuenta la historia: “Por supuesto, yo quería ir al concierto a toda costa. Esta hermosa frase, a toda costa, no significaba que estuviera dispuesto a pagar cualquier cantidad por una entrada: un estudiante de último año de ingeniería no tenía dinero. Lo que sí significaba era que estaba dispuesto a poner el máximo esfuerzo, ingenio y astucia para colarme al concierto de la gran banda”.
“Tuve suerte: gracias a mi hermano mayor, había escuchado a Pink Floyd desde mi primera infancia y conocía bien la discografía de los años 70. Debido a la falta de fuentes de información legales y a la irregularidad de las ilegales, en aquel momento no estaba al tanto de todas las vicisitudes del desarrollo y la disolución de la legendaria banda, aunque tampoco lo necesitaba. Simplemente, tenía que asistir a ESE concierto. Pagar 100 rublos o más a los revendedores no era una posibilidad ni un deseo, así que desarrollé y llevé a cabo un astuto plan para infiltrarme en el recinto del “Olimpiysky”.
“En aquella época, yo estaba trabajando a tiempo parcial en una exposición técnica internacional en Sokolniki, en el stand de una empresa de la República Federal de Alemania. Mi puesto como asistente de stand, me daba acceso ilimitado a los souvenirs que se regalaban en la exposición a los visitantes interesados en los productos de la empresa. Bolígrafos, llaveros, insignias, mecheros desechables, camisetas, bolsas con el logo de la empresa… lo que era literalmente la moneda de cambio dentro del espacio de la exposición: los standists se intercambiaban esta chatarra entre sí y, fuera de ella, se consideraba un buen regalo o souvenir. Era algo tan novedoso en la URSS que por aquel entonces se acuñó el dicho de que ‘hasta el cloro sabe a azúcar si es gratis'”.
“Después de la jornada de exposición, cargados al máximo con un par de bolsas de souvenirs, mi colega y yo corrimos hacia el Olimpiysky para llegar una hora antes de que empezara el show. No teníamos ni idea de por dónde colarnos. Al llegar al complejo deportivo y evaluar la situación, nos dimos cuenta de que nuestra única oportunidad era entrar por la puerta de servicio. Para nuestra sorpresa, había una enorme multitud en la entrada, posiblemente compuesta por otros gorrones como nosotros, pero no era así. Parte de la gente entraba a través de unas listas, cuyos nombres eran gritados periódicamente a la multitud por el hombre de la entrada. Pasar por la lista con un nombre falso era nuestra oportunidad, así que aguzamos el oído y la atención, observando a la multitud. Finalmente, nadie respondió a un apellido que fue pronunciado. Lo memoricé y, al cabo de un rato, me acerqué al hombre de la entrada y le pregunté despreocupadamente si podíamos pasar, diciendo el nombre falso. Con un esfuerzo de voluntad, soporté su mirada de evaluación. Al ver el paquete de souvenirs en mis manos, el guardia me informó de la necesidad de ir al guardarropa a dejarlo. Y entonces me iluminé: dándole el paquete con indiferencia y diciendo ‘Esto es un regalo de nuestra empresa’, entré con orgullo en el edificio del Olimpiysky”.
“A partir de ahí fue más fácil: repartiendo un montón de bolígrafos e insignias con los que tenía los bolsillos repletos, acabé cerca del escenario. Los enormes altavoces apilados en el escenario emitían los sonidos de un suave canto de pájaros. Solo quedaban minutos para que empezara el concierto…”
“Es difícil describir el concierto: fue magnífico. Para aquella época, fue como la visita de unos extraterrestres a un páramo. Mucho más tarde, cuando vi el dvd pirata con la grabación del concierto de Pink Floyd en el legendario mercado de Gorbushka, lo compré inmediatamente y de vez en cuando lo vuelvo a ver con placer, disfrutando de la música y del ambiente de aquella época, y recordando, entre otras cosas, la historia que acabo de contar”.
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