200.000 almas, una balsa flotante, 300 toneladas de basura… y ni un solo váter. Así fue el show que hizo temblar los cimientos de la Serenísima —y el cargo del primer edil.
Venecia, julio de 1989. La ciudad de los canales, los mosaicos bizantinos y los susurros del Adriático se preparaba para algo inédito: un concierto gratuito de Pink Floyd en plena Piazza San Marco. Lo que parecía un gesto audaz de apertura cultural terminó en caos, escándalo y la caída del gobierno municipal. Todo por culpa —o mérito— de cuatro músicos británicos, una balsa de 300 toneladas y una multitud que convirtió la plaza más sagrada de la República Veneciana en un festival improvisado… y un vertedero monumental.
La idea, impulsada por el alcalde Antonio Casellati y su consejo, era ambiciosa: transmitir en directo a más de 20 países un espectáculo histórico que pusiera a Venecia en el mapa del rock global. “La ciudad debe abrirse a las nuevas tendencias, incluida la música rock”, declararon las autoridades, como si el espíritu de Vivaldi necesitara un refuerzo de sintetizadores y solos de guitarra. Pero muchos venecianos, sobre todo los mayores, vieron la propuesta como una herejía. “Los centros históricos no deberían utilizarse para espectáculos incompatibles con su naturaleza”, protestó Augusto Salvadori, excomisario de Turismo, en The New York Times. “Si quieren rock, que lo hagan en un estadio de fútbol, pero no en la Piazza San Marco”.
Tres días antes del concierto, programado para el 15 de julio, el inspector municipal de patrimonio cultural vetó el evento: el sonido, decía, podría dañar los delicados mosaicos de la Basílica, y el peso de la multitud amenazaba con hacer temblar —literalmente— los cimientos de la plaza. Tras intensas negociaciones, se alcanzó un frágil compromiso: Pink Floyd tocaría no en tierra firme, sino sobre una balsa anclada a 200 yardas de la orilla, sumándose así a la larga tradición veneciana de “arquitecturas efímeras flotantes”. Además, la banda aceptó bajar el volumen de 100 a 60 decibelios —un gesto casi inaudito para quienes habían definido el rock sinfónico con The Wall y Wish You Were Here.
La noche del concierto, la laguna se transformó en un mar de embarcaciones: góndolas, sándalo, sanpierotte y barcos de todos los tamaños se agolparon alrededor del escenario flotante. La RAI transmitió el show en directo a una audiencia estimada de 100 millones de personas en más de 20 países. Pero la emoción tenía un precio: por exigencias de la retransmisión satelital, el setlist fue recortado implacablemente. “Teníamos una duración de show determinada”, recordaría después David Gilmour. “Delante de mí, en el suelo, había un gran reloj con un indicador digital rojo. Si nos acercábamos al inicio del siguiente tema, simplemente tenía que terminar el que estábamos tocando. Algo que nunca habíamos hecho antes”.
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A pesar de las restricciones, muchos testigos juran que fue uno de los mejores conciertos que jamás presenciaron. Pero mientras los acordes de “Comfortably Numb” se desvanecían sobre el agua, la realidad golpeaba con crudeza. No había baños portátiles. Nada. Cero. Y 200.000 personas necesitan más que buena música. Las calles y fachadas de la ciudad amanecieron cubiertas de orina, heces y 300 toneladas de basura —500 metros cúbicos solo en latas y botellas vacías.
Los venecianos, furiosos, salieron a las calles. “¡Dimisión! ¡Dimisión! ¡Ha convertido Venecia en un váter!”, coreaban frente al ayuntamiento. Dos días después, Casellati presentaba su renuncia, seguido por todo su consejo municipal. La prensa italiana no dudó en titular: “Pink Floyd derriba al alcalde”.
En retrospectiva, el show fue un acto de contradicciones: majestuoso y caótico, visionario y desastroso. Como escribió un periodista italiano en su crónica al día siguiente: “Fue un concierto que nadie pidió, que muchos temieron, que pocos olvidarán… y que costó un gobierno”.
Pink Floyd no buscaba derrocar alcaldes. Solo quería tocar. Pero en Venecia, en 1989, hasta el rock más cósmico tuvo consecuencias terrenales.
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